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Oración del tiempo de Pascua
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Oración del tiempo de Pascua

Recuerdo de san Adalberto (+ 997), obispo de Praga. Sufrió el martirio en Prusia oriental, adonde había ido para anunciar el Evangelio. Residió en Roma donde se venera su recuerdo en la basílica de San Bartolomé de la Isla Tiberina. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Oración del tiempo de Pascua
Miércoles 23 de abril

Recuerdo de san Adalberto (+ 997), obispo de Praga. Sufrió el martirio en Prusia oriental, adonde había ido para anunciar el Evangelio. Residió en Roma donde se venera su recuerdo en la basílica de San Bartolomé de la Isla Tiberina.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 3,1-10

Pedro y Juan subían al Templo para la oración de la hora nona. Había un hombre, tullido desde su nacimiento, al que llevaban y ponían todos los días junto a la puerta del Templo llamada Hermosa para que pidiera limosna a los que entraban en el Templo. Este, al ver a Pedro y a Juan que iban a entrar en el Templo, les pidió una limosna. Pedro fijó en él la mirada juntamente con Juan, y le dijo: «Míranos.» El les miraba con fijeza esperando recibir algo de ellos. Pedro le dijo: «No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazoreo, ponte a andar.» Y tomándole de la mano derecha le levantó. Al instante cobraron fuerza sus pies y tobillos, y de un salto se puso en pie y andaba. Entró con ellos en el Templo andando, saltando y alabando a Dios. Todo el pueblo le vio cómo andaba y alababa a Dios; le reconocían, pues él era el que pedía limosna sentado junto a la puerta Hermosa del Templo. Y se quedaron llenos de estupor y asombro por lo que había sucedido.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este episodio de los Hechos de los Apóstoles narra los primeros pasos de Pedro y Juan desde el cenáculo hasta el templo. Lucas presenta este relato como un ejemplo para todas las comunidades. Son los primeros pasos que toda comunidad debe seguir allí donde esté viviendo. Salen de dos en dos, quizá recuerdan las palabras de Jesús cuando les envió en su primera misión "de dos en dos" (Mc 6,7). Poniendo en práctica al pie de la letra estas palabras, Pedro y Juan van al templo. Los discípulos, solos, no pueden hacer nada. Si se aman pueden realizar milagros, y esto es lo que sucedió aquel día. Los dos llegan a la "puerta Hermosa" del templo y ven a un hombre lisiado desde su nacimiento que está sentado pidiendo limosna. Tiene cuarenta años, y seguramente ha pasado la mayoría de su vida allí tendiendo la mano a los que pasaban. Estaba fuera del templo. No podía entrar porque no se podía mover y porque era discapacitado. Había un proverbio triste y cruel en aquellos tiempos que decía: "el ciego y el cojo no entrarán". Aquel tullido, que llevaba allí tantos años, no esperaba más de la vida que alguna limosna, pero la misericordia de Dios, que ya había conquistado los corazones de Pedro y de Juan, realiza milagros. Pedro le mira a los ojos y esta ya es una indicación, pues mirar a los ojos significa descender en el corazón del otro. No solo. Le dice: "En nombre de Jesucristo, el Nazoreo, echa a andar" y al mismo tiempo le toma de la mano derecha y le levanta. Aquellas dos manos que se entrelazan son como el icono de la Iglesia que nace del Evangelio.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.