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Oración de la Santa Cruz
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Recuerdo de san Atanasio (+ 373), obispo de Alejandría. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Oración de la Santa Cruz
Viernes 2 de mayo

Recuerdo de san Atanasio (+ 373), obispo de Alejandría.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 5,34-42

Entonces un fariseo llamado Gamaliel, doctor de la ley, con prestigio ante todo el pueblo, se levantó en el Sanedrín. Mandó que se hiciera salir un momento a aquellos hombres, y les dijo: «Israelitas, mirad bien lo que vais a hacer con estos hombres. Porque hace algún tiempo se levantó Teudas, que pretendía ser alguien y que reunió a su alrededor unos cuatrocientos hombres; fue muerto y todos los que le seguían se disgregaron y quedaron en nada. Después de éste, en los días del empadronamiento, se levantó Judas el Galileo, que arrastró al pueblo en pos de sí; también éste pereció y todos los que le habían seguido se dispersaron. Os digo, pues, ahora: desentendeos de estos hombres y dejadlos. Porque si esta idea o esta obra es de los hombres, se destruirá; pero si es de Dios, no conseguiréis destruirles. No sea que os encontréis luchando contra Dios.» Y aceptaron su parecer. Entonces llamaron a los apóstoles; y, después de haberles azotado, les intimaron que no hablasen en nombre de Jesús. Y les dejaron libres. Ellos marcharon de la presencia del Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre. Y no cesaban de enseñar y de anunciar la Buena Nueva de Cristo Jesús cada día en el Templo y por las casas.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Gamaliel, un fariseo que gozaba del afecto de todos, se da cuenta de la injusticia que se estaba perpetrando contra los apóstoles y, en medio de la sesión, se levanta y toma la palabra para defenderles. El suyo es un discurso inteligente y lleno de sabiduría religiosa. Llama a los presentes a considerar que es Dios quien guía los acontecimientos de la historia y no conviene ir contra él. Gamaliel no se guía por la astucia ni por el cálculo, y aun menos por la envidia, que en cambio se había insinuado en el ánimo de la mayoría de los miembros del Sanedrín. Es un creyente judío que siente la responsabilidad de ayudar a sus compañeros a ver con ojos sabios a ese grupo de seguidores de Jesús y a juzgarles sabiamente. Por tanto, desarrolla un argumento muy directo: si la obra de estas personas no procede de Dios, pronto llegará a su fin, pero si procede de Dios vosotros, al oponeros a ellas, corréis el riesgo de poneros en contra de Dios mismo. El sanedrín, conmovido por la sabiduría de las palabras de Gamaliel, aceptó su consejo y dejó marchar a los apóstoles, pero antes los mandó azotar y les ordenó que no volvieran a hablar de Jesús. En realidad, parece suceder lo que Pilato ya había hecho con Jesús cuando dijo: "Le daré un escarmiento y le soltaré" (Lc 23,16). En verdad, no podían callar y guardarse para sí el evangelio del amor de Jesús. Al contrario, se alegraron de haber podido sufrir al menos un poco de lo que había sufrido Jesús. Lucas, con una nota final que cierra esta narración, subraya que los apóstoles siguieron anunciando cada día, en el templo y en sus casas, que Jesús era el salvador.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.