Festividad de santa Catalina de Siena (+ 1380); trabajó por la paz, por la unidad de los cristianos y por los pobres. Leer más
Festividad de santa Catalina de Siena (+ 1380); trabajó por la paz, por la unidad de los cristianos y por los pobres.
Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Hechos de los Apóstoles 4,32-37
La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos. Los apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús. Y gozaban todos de gran simpatía. No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad. José, llamado por los apóstoles Bernabé (que significa: «hijo de la exhortación»), levita y originario de Chipre, tenía un campo; lo vendió, trajo el dinero y lo puso a los pies de los apóstoles.
Aleluya, aleluya, aleluya.
He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Los efectos de la obra del Espíritu Santo en la vida de los discípulos pueden apreciarse de inmediato. El autor de los Hechos vuelve a narrar de forma concisa pero clara la vida de la comunidad: todos los que habían aceptado el Evangelio eran un solo corazón y una sola alma. El Evangelio provoca este nuevo clima de comunión entre quienes lo aceptan, y es una comunión profunda que se manifiesta también en la vida, hasta el punto de que "nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían ellos en común".
El espíritu de comunión no queda circunscrito a un ámbito concreto, sino que impregna toda la vida de la comunidad y se expresa precisamente en la puesta en común de los bienes. Esta imagen de la comunidad, que puede parecer utópica, muestra a los discípulos de todos los tiempos el camino que deben seguir: la comunión y compartir. Esta transformación de las relaciones entre los creyentes no es el fruto de una elección humana sino más bien el fruto de la acción del Espíritu que empuja a no amarse solo a uno mismo, sino también a los demás, sobre todo a los más débiles. El Espíritu es el verdadero protagonista que fermenta de modo solidario la comunidad de los creyentes y el énfasis en la comunión de bienes que evitó la desigualdad y el abandono significa el poder de comunión que brota del amor evangélico. El autor de los Hechos, al subrayar que "no había entre ellos ningún necesitado" porque les hacían partícipes de los bienes de quienes eran más acaudalados, señala un camino pastoral. La calidad evangélica de una comunidad cristiana se reconoce por su capacidad de seguir a sus miembros más débiles. La generosidad de Bernabé se convierte en ejemplar: el amor evangélico une y refuerza la fraternidad de los discípulos.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.